Capítulo I - EL DESAHUCIO

EL CASO "IVONNE"

CAPÍTULO I

EL DESAHUCIO

...Rondando las doce de la noche, en la discoteca "Mariscal", ubicada cerca de la calle 2 de Mayo, Cándido Heredia conocido camello de la zona, en un rincón de la barra secundaria, su sitio habitual, está tomando un cubata.

Desde hace un buen rato no pierde atención a una bella morena que está sentada en un taburete, a unos metros de su rincón y curiosamente tomando agua mineral, nada frecuente en estos lugares.

La morena es una guapa mujer de pelo largo, cortado a la altura de sus hombros, al estilo "Cleopatra", lleva una blusa negra de la que se transparenta el sujetador, también negro y que aprisiona sus voluminosos senos.

Viste un pantalón negro, de los de cuero, ceñido a su cuerpo y que pronuncia aún más su figura.

Heredia ha notado que la mujer no le pierde tampoco de vista, dirigiéndole alternativamente su mirada.

No acaba de atreverse a iniciar una conversación con la “Morena”, en el fondo, es algo tímido. Si bien es un hombre alto, con el pelo corto rizado y bigote al estilo "Emiliano Zapata", de tez morena, lo que descubre su origen gitano. Con sorpresa para él, la morena se acerca a su lado...

—¡Si me miras tanto me vas a gastar! —son sus primeras palabras que le dirige.

—¡Es que hacía tiempo que, no veía una mujer como tú por aquí!, habitualmente lo que viene no vale la pena…—y continua Heredia piropeándola— ¿Cómo lo haces para tener una figura tan esbelta?

—¡Hacer mucho deporte!, que quema las grasas.

—¿Alguno en especial? —con tono provocativo.

—¡Muchos!, pero... siempre en pareja, no me gustan los grupos, ni tampoco hacerlo sola. —en el mismo tono.

Heredia no sale de su asombro, la morena se le está insinuando, se pregunta, por su experiencia, dónde estará el truco; y dispuesto a salir de dudas, le suelta:

—Mira, si eres una profesional, ¡yo no voy de putas!

—¡Oye tío tú eres un guarro! —le contesta la “Morena” ofendida. Heredia ve que acaba de fastidiar el "ligue", a lo que rápidamente: 

—¡Bueno perdona!, pero no estoy acostumbrado a que una tía tan buena como tú se me esté insinuando.

—El camarero me ha dicho antes que tú eres quien distribuye por la zona.

—¡Acabemos!, ¡si lo que quieres es una papelina, con cincuenta “neuros” arreglamos el asunto!

—Yo siempre digo… «¿Por qué pagar por aquello que puedes tener gratis?».

—No tienes pinta de estar por unos “neuros” de mierda.

—Hoy tengo ganas de montarme una "fiestecita"… aprovechando que mi marido está de viaje, pero si te vas a hacer de rogar tanto, ¡olvídalo ya encontraré a alguien disponible!

—¡No mujer…! Si lo que quieres es marcha, ¡yo llevo mucha en el cuerpo!, por cierto... ¡Nos vamos ya! —El “camello” gitano (Heredia), opta de nuevo, por ir al grano.

—Iremos con tu coche, yo he venido con un taxi. —matiza la “Morena”.

—¿Y a dónde estás pensando que vayamos? —pregunta, lo que desconoce el “encelado” es que, sin saberlo, está a punto de complicarse la vida con esta mujer; que en realidad es la esposa de un reputado “profesional” del crimen, conocido como Antonio Pinilla, alias el "Carnicero".

—¡A mi casa! Te he dicho antes que mi marido esta fuera, nadie nos molestará.

—¡Y bien!, ¡¿nos vamos, moza?!

Ya en el coche, Heredia intenta "meter mano" a la “Morena”. Ésta, a la vez que le retira la mano de su rodilla le puntualiza:

—¡Prefiero que no te distraigas cuando conduces! ¡No nos vayamos a pegar una "ostia"!, ¡ten paciencia que luego podremos jugar en mi casa a todo lo que se te ocurra… por esta mente tan pervertida que veo que tienes! ¡Ah…! ¡Y me llamo Ángeles!

—¡Bonito y celestial nombre! —dicho esto, Heredia obedece y el resto del trayecto sin hablar apenas, lo utiliza para imaginarse las escenas eróticas que piensa hacer con ella...

—¡Gira por la próxima calle a la derecha! —indica Ángeles.

—¿Falta mucho más? —pregunta Heredia, a la vez que tuerce el volante de su vehículo.

—¡No!, al final en aquella rotonda está mi casa, no seas impaciente, que pronto verás cumplidos todos tus deseos…

El gitano aprieta el acelerador para agotar cuanto antes la distancia que les separa del final de la calle.

—¡Para el motor y no hagas ruido!... ¡No quiero que los vecinos se enteren!

—¡Valla chalet!, ¡tu marido debe tener mucha pasta! —manifiesta el incauto “camello” ante la visión.

—¡Te digo que no hagas ruido, sal del coche y sígueme!

Heredia hace lo que le indica la “Morena” (Ángeles), prácticamente a oscuras, cruzan un pequeño jardín anterior al chalet en sí; la única luz de la que disponen, es la que viene reflejada de las pocas casas de los alrededores. Más con cuidado logran llegar frente a la puerta de la casa, donde hábilmente la mujer le empuja suavemente; descolocado Heredia y pensando en anteriores citas, que ninguna es parecida en lo más mínimo a la presente, pregunta a Ángeles:

—¿Acostumbras a dejar la puerta abierta?

—Se me habrá olvidado antes, ¡pero pasa, no te quedes ahí parado como una estatua… y no hagas ruido! —Una manera de justificar dicha circunstancia de la puerta, tras lo que Heredia entra en la vivienda…, recorre varios pasos de un oscuro recibidor, y ya dentro exclama:

—¡No veo un pijo! ¡Enciende la luz, moza!

—¡Enciéndela tú mismo, hay un pulsador al final del recibidor! ¡Unos pasos más adelante, frente a ti! —le indica la mujer.

Cuando Heredia ha caminado esos pasos más, siente un fuerte golpe en su estómago:

—¡BLANG…! —al segundo otro en la espalda—: ¡PLAAANNNG…! —como si alguien le hubiera golpeado con una barra, sin saber que ocurre exclama:

—¡Qué pasa!, ¡que passsaaa! ¡ Socorrgggg...!

No puede acabar de pronunciar su demanda de auxilio, pues otro golpe:

—¡CATAPLAAAN…! —esta vez cerca de su cuello, le hace perder el conocimiento.

…Pasados unos treinta minutos, Heredia recupera los sentidos, no sabe cuánto tiempo ha pasado, ve como está atado fuertemente por una gran cuerda a una silla, además cada una de sus muñecas las aprieta el frío acero de unas esposas, de las utilizadas por la policía, que le sujetan cada una de sus extremidades a los reposabrazos de la silla en la que está sentando y aprisionado, su primera reacción es mover sus dos manos para soltarse, pero no es posible…

Intenta gritar pero no puede, es cuando nota que tiene un trapo en la boca que le llega hasta dentro de la garganta, quiere escupirlo, más se lo impide un esparadrapo que se lo sujeta a su rostro.

Frente a él hay dos hombres y la “Morena” que le trajo a la casa. El silencio se interrumpe, es la voz del "Carnicero", el alias por el que se conoce a Antonio Pinilla:

—¿Qué… cabrón? ¿Te creías que te ibas a tirar a mí mujer…? —Y continúa— ¡Te voy a cortar los dedos uno a uno!

Heredia se pregunta: «¿Por qué?», no lo conoce de nada. El "Carnicero" nota el pánico de su víctima, disfruta de ver como se le hinchan los globos de los ojos, goza hasta el punto de que pequeñas gotas de semen le salen de su hinchado pene, atravesando como una mancha su pantalón, la situación le excita— ¡Estás aquí para recibir un regalo de “Bartolomé Colón”, por cabrón! ¡Sí…, ése, al que debes mucho dinero! ¡¿Ya sabes quién te digo cabronazo?  ¡Esto no es nada comparado con lo que haré con aquél hijo de puta! De momento, ¡tú me servirás para desquitarme de ese cabrón…! 

Heredia se retuerce en su silla, intentando inútilmente soltarse de ella, las ataduras no le dejan moverse, no presta atención a las maldiciones de su verdugo. Ni por supuesto sabe que las dirige hacía Diego, un personaje que antes de que se estén produciendo estos hechos, ha osado "filtear" con su mujer, la “Morena”; y que más adelante conoceremos como se produjo este altercado.

Más volviendo a la actualidad, el "Carnicero" continua con su encargo:

—¡Paco, sujeta a este hijo de puta que le voy a cortar los dedos! —orden que da a su hermano, que también forma parte de este peculiar y sangriento equipo. A lo que Paco Pinilla, sujeta con todas sus fuerzas la diabólica silla. Ángeles se mantiene alejada. El "Carnicero" de un rincón de la sala de estar, coge una sierra eléctrica, aprovechándose que el chalet tiene energía eléctrica, la pone en marcha. Es su herramienta preferida, con la que más disfruta...

—¡RAMMM, RUMMM, RUUUM! —Sin esperar más, dirige la hoja de la sierra hacía los dedos de la mano derecha de Heredia, y como si se tratara de un animal en un matadero, le va segando uno a uno los dedos de su mano, sin inmutarse en lo más mínimo y con muchísima precisión:

—¡RAAASSS, RUMMM, RAAASSS, RUMMM, RAMMM…! —De la mano del infortunado brota la sangre a chorros.

Heredia, nota el frío acero, se retuerce de dolor, jamás había sentido uno igual, su cerebro intenta mandar órdenes para que se desmaye, no puede soportar el dolor. El "Carnicero", como un verdadero profesional y haciendo honor a su apodo, inicia un “lapsus” al finalizar de cortar los cinco dedos de la mano del infortunado Heredia.

—¿Te duele cabrón? ¿Sientes el frío? ¿Notas cómo se desprenden tus dedos?

¡Ahora te cortaré los de la otra mano! ¡Cuando te encuentren no te van a poder reconocer!

—¡RAAASSS, RUMMM, RAAASSS, RUMMM, RAMMM…! —Cosa que hace con la sangre fría de un asesino que disfruta con hacer daño y ver como sufre su víctima. Al tiempo que su pene sigue expulsando pequeñas gotas de semen. Cortando de igual forma los dedos de su otra mano.

El gitano sigue queriendo desmayarse para no seguir sufriendo, pero no lo consigue. El dolor hace que se cague...; después, en otro acto reflejo, se orina, el trapo que le llega hasta su faringe le ahoga por momentos.

El "Carnicero", observando a su conyugue Ángeles, le pregunta y contesta:

—¿No te querías joder a mi mujer?... ¡Pues jódetela ahora cabrón…!

Mientras la sangre sigue brotando de las manos del desdichado. El "Carnicero" deja en el suelo la sierra, recoge un saco de tela marrón, de la barata, de las que usan para llenar de patatas los “pageses” que viven en “Sa Pobla”, una comarca de la isla de Mallorca. Y se lo coloca en la cabeza de Heredia. Y de nuevo con su sierra en las manos...:

—¡Apartaros, tú suelta la silla, que os voy a llenar de sangre! —Los ayudantes de la improvisada carnicería le obedecen. El "Carnicero" dirige la sierra a la zona del cuello, y de un rápido movimiento corta el cuello de su víctima en solo 3 segundos, con poquísima resistencia de los huesos, sabe bien entre que vértebras cortar:

—¡RAAASSS!, ¡RUMMM, RAMMM…! ¡RAMMM…!

La cabeza cae con el saco que ha pasado a contenerla ya en su interior.

Del resto del cuerpo, a través del poco cuello que le queda, brota un enorme chorro de sangre lanzado hacía el techo de la sala. El "Carnicero" no puede evitar que, una gran parte de sangre, del resto del cuerpo degollado, le salpique; hasta el momento los dos hermanos solo habían recibido algunas salpicaduras.

—¡Éste cabrón me ha llenado de sangre! —maldice el “verdugo”— ¡Venga no os quedéis parados! ¡Ángeles empieza a ducharte y prepara la ropa limpia!

¡Y tú recoge el saco con la cabeza!, ¡y en mi bolsa, mete dentro los dedos de éste cabrón! —El "Carnicero", acostumbra a guardar los dedos de sus víctimas, en una bolsa climatizada que luego guarda "semidisecados" en un arcón, cual “trofeos”.

Más ocurre que en ese momento, el cuerpo decapitado del “camello”, que aún permanece en la silla, da un brusco movimiento.

—¡Coño está vivo! —exclama el ayudante, Paco Pinilla.

—¡Que no gilipollas!, es un acto reflejo, todos lo hacen... —le aclara su hermano el “Carnicero”— ¡Termina de una vez! ¡Esto es nada comparado con lo que le haré al cabrón aquél! —Refiriéndose de nuevo a Diego, está obcecado con este hombre, es muy propio de él "cegarse" con alguien que le plante cara…

Si bien, poco imagina el "Carnicero" que, el destino hará que de nuevo se encuentren los cuatro en un futuro no muy lejano, y ese deseo suyo de acabar con la vida de Diego, quizás lo pueda cumplir…

Pero llegados a este punto y, para conocer lo ocurrido entre ellos, retrocedamos 48 horas; y sepamos cómo y cuándo se conocieron estos dos personajes de, el "Carnicero" de Antonio Pinilla y el periodista Diego Torres. Pero antes, tendremos que conocer a su amigo Javier.... Para ello es necesario que  REBOBINEMOS:

««« ¡RIIIINNNG! «««, un poco más…: ««« ¡RIIIINNNG! «««, hay está bien, aquí…:

…A las doce del mediodía en el portal de la calle San Bernardo número 241, Javier Ponce, funcionario del Ministerio de Justicia, espera la llegada del procurador Bauzá y su cliente. En las manos de Ponce se encuentra el abultado sumario número 10528, perteneciente a un caso de desahucio, contra una tal "IVONNE" GOMEZ CORTES.

Al cabo de algunos minutos, se acercan tres individuos por la espalda de Javier:

—¡Hola Javier, ya estamos aquí! —es la seca voz del procurador Bauzá—. Hemos traído también a un cerrajero, por si la llave que tenemos no abre la cerradura — Señalando a un hombre vestido con un mono azul, y continua—: Te presento a Gabriel Enseñat, que es el propietario de la vivienda.

Javier Ponce le saluda estrechando su mano, sin hacer caso al cerrajero.

Los miembros de la “Comisión Judicial”, que es como se denomina en la jerga legal, a este tipo de agrupación de personas reunidas para estas actuaciones, aprovecha que la puerta del edificio esta medio abierta y se introducen en él. Dirigiéndose hasta el fondo de la entrada, hacia un viejo ascensor de color verde.

Ya dentro del mismo, pulsan el botón con el número siete…

El ascensor va subiendo lentamente las plantas del edificio hasta pararse en la planta marcada.           

En el rellano, se encuentran con cuatro puertas, dos justo a su derecha, y las otras dos al otro lado. Encima de cada una hay una letra A,B... y D, casi al unísono, Javier Ponce y Bauzá exclaman:

—¡Falta la letra C!   

A lo que, el propietario del piso, Enseñat, señala hacia una de las puertas de la izquierda.

—Es aquí, aunque hace más de seis meses que no venía, es esta la puerta de mi piso, es inconfundible por el color más oscuro de ella.

—Esta Vd. totalmente seguro, no podemos equivocarnos.

—¡No hay duda! Fíjense además en esta placa de la puerta, "IVONNE" GOMEZ.

El procurador saca una llave de su bolsillo y la introduce en la cerradura de la puerta:

—Parece que la llave funciona. ¡Ha habido suerte!

Al darle una vuelta hacia la izquierda, la puerta se abre, pero... nada más unos dedos. Lo impide una cadena colocada en el interior de la vivienda.

Bauzá se dirige al hombre del mono azul.

—¡Saca las tenazas y rompe la cadena!

—¡Alto! Si esta puesta la cadena es que hay alguien dentro, antes tocaremos el timbre.

Dicho esto, Javier Ponce pulsa un interruptor que hay a su derecha, el timbre no suena, vuelve a intentarlo varias veces pero no se escucha nada.

—Deben de haber cortado la corriente. —exclama el funcionario.

El procurador se impacienta y sin más golpea la puerta:

—¡POM!. ¡POM!

El propietario del piso se une a éste improvisado concierto de golpes:

—¡POM! ¡PUM! ¡POM!

—¡Bueno ya está bien! Deja que el cerrajero corte la cadena.

Bajando la cabeza varias veces, como en señal de consentimiento, Ponce accede a que se corte. El cerrajero aprisiona con la punta de sus tenazas la cadena, y de un golpe brusco la rompe.

La puerta se abre, más al instante, emana de la vivienda un pestilente olor, parecido al que despide un animal muerto de semanas.

Instintivamente, todos los miembros de la “Comisión”, se tapan la boca y la nariz con las manos:

—¡Que peste!, ¡aquí debe de haber algún animal muerto y medio podrido…! ¡O mejor pensado!, no me extrañaría nada que fuera una persona y no un animal —indica Javier Ponce, quien de su bolsillo saca un pañuelo grande, de color blanco de toda la vida, y se lo coloca tapándose la nariz y la boca.

Sin pensárselo entra en la vivienda, los demás no pasan de la puerta…

Nada más dar unos pasos, se encuentra en el salón del piso, en el fondo y justo debajo de un gran ventanal hay un sofá, la mirada de Javier se dirige hacia el mismo. Observando que sobre él yace un cuerpo tumbado, medio tapado por una manta y del que destaca una gran melena rubia, el cuerpo muestra todos los síntomas de encontrarse en un avanzado estado de descomposición.

Aunque Javier Ponce ya se ha encontrado en otras ocasiones con cadáveres en éste estado, no puede evitar que le entren unas tremendas ganas de vomitar. Se da la vuelta y camina rápidamente hacia la entrada. Después de escupir un gargajo en el pañuelo, exclama:

—¡Lo que yo os decía! ¡Es el cadáver de una mujer! Habrá que llamar al juez para decírselo. —Dirigiéndose hacía al portal de enfrente y golpeando en la puerta:

—¡PUM, PUM…! ¡PAM… PUM…! —Su intención es que los del piso le dejen telefonear. Los últimos cambios en el Ministerio de Justicia, habían puesto al mando de la gerencia a un individuo muy politizado y con la orden de abaratar los costos de dicha administración. Habiendo tomado éste (el gerente) la decisión de limitar el número de aparatos entre el funcionariado, especialmente por el abuso que hacían estos con sus llamadas. La pretendida solución al asunto, de que fueran estos mismos (los funcionarios) los que aportaran su móviles, no había acabado de cuajar. Y la instrucción dada por los sindicatos para hacer fuerza, era que si no había móviles, ¡pues que se joda la administración y las cosas vayan al ritmo que tengan que ir… ¡Chis Pum…!   

—¡PUM... PUM! ¡PUM! —Continua golpeando al tiempo que en voz alta se queja de la situación—: Esto no sucedería, si con los recortes no nos hubieran quitado los móviles... (ya mencionado el “porqué”).

—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? —pregunta una asustada mujer, al tiempo que abre la puerta de la letra A.

Ponce sacándose la cartera y mostrando la placa que lo identifica contesta:

—Mire señora soy del juzgado y necesito utilizar su teléfono... ¿Vd. me haría el favor?

—Pase hombre, pase, el teléfono está encima de aquella mesita. —Señalando hacía un antiguo y restaurado mueble; hacía donde se dirige Javier Ponce, levanta el teléfono y apresuradamente marca el número del juzgado, a la vieja usanza:

—¡RANK, RANK, RENK, RENK…! ¡RANK, RANK, RENK! ¡RANK y RENK…!

—… Juzgado de guardia, ¿dígame?

—¡Oye Anastasia, soy Javier Ponce, ponme con el juez! —Su premura por contactar con su superior, le hacen perder las formas con Anastasia, quien no se muestra muy colaboradora:

—¡No puede ser!, el juez Aguilera está en la sala..

—¡Mira es muy urgente!, ¡haz el favor! —al fin utiliza las “palabras mágicas”— ¡Y vete a la sala y dile que por favor se ponga al teléfono!

—¡Bueno hombre, ya voy!, pero como sea una chorrada, ya sabes cómo es Aguilera, tiene mala leche y se va a cabrear contigo. —Pasan unos minutos, que a Javier le parecen muchos más, y por el auricular del teléfono de Ponce se escucha el inconfundible tono de la voz del juez Aguilera:

—Dime Javier… ¡¿Qué coño pasa…?!

—He ido a realizar un desahucio en un piso de la calle San Bernardo, y me he encontrado con un cadáver medio descompuesto de una mujer. ¿Qué quiere que haga? —Poniendo, de manera telegráfica, al día de los acontecimientos al juez, quien le responde dándole instrucciones:

—De momento que no entre nadie en el piso... ¿Dónde me has dicho que era?

—Tome nota... Calle San Bartolomé número 246, en el séptimo piso.

—¿Antes me ha parecido oírte San Bernardo?

—¡Tiene razón!, es la calle San Bernardo, perdone pero es que estoy un poco nervioso, cuando Vd. vea la muerta, no le va a gustar nada, traiga unos guantes y una mascarilla.

—¡No te preocupes!, ¡yo ya sé lo que tengo que traer!, ¡daré las órdenes para que avisen al forense y a los bomberos! —al juez no le gusta que nadie, y menos un inferior jerárquicamente, le de ninguna orden—. ¡Y tú, ponte tranquilo, que no es la primera vez que ves un cadáver!

La vecina observando… y que ha escuchado todo la conversación, decide participar en el “meollo”; todo esto es demasiado curioso y poco habitual como para no hacerlo:

—¿Qué ocurre señor, es cierto lo que le oído decir de un muerto?

—¡Sí señora!, en la casa de enfrente, la de la letra C, hemos encontrado el cadáver de una mujer rubia en avanzado estado de descomposición. ¿La conocía Vd.? —Le explica Ponce lo ocurrido y con la idea de que posiblemente la conociera.

—Si es una mujer de mi edad y alta… ¡Sí! —El instinto del funcionario (Ponce) acierta una vez más— Lo que pensábamos en la finca era que esta pareja se había marchado… Hace más de medio año que no los veíamos, desde por lo menos a primeros de noviembre.

—Ha dicho Vd. una pareja, ¿sabe si tenían niños? —Ponce sigue preguntando, con la intención de acabar de extraer cuanto conoce la vecina de sus vecinos:

—¡No…!, era una pareja un poco rara, pero que yo sepa no tenían ningún chico.

—¡”U séase”!, ¡no tenían hijos...! —A la mente del funcionario, inmediatamente acudió la idea de que pudiera haber otro cadáver, en concreto el del hombre que completaba la pareja. Pero opta por interrumpir su improvisado interrogatorio, piensa que ya habrá tiempo de profundizar más sobre esta situación—: ¡Bueno señora!, ¡muchas gracias!, probablemente más tarde la vuelva a molestar, para que me cuente algo más que pueda saber de sus vecinos.

—Poca cosa más le voy a poder decir, era una gente que no se trataba con nadie de la finca, a las reuniones de propietarios venia el dueño del piso, un tal “Enseñado” o algo parecido (Enseñat).

—¿Al menos sabrá los nombres de sus vecinos? —pregunta Ponce.

—El de la mujer sí, un nombre extranjero... Ivon, …pero el del chico no lo sé…

Pero llevamos todo el rato hablando en el recibidor… y aún no le he ofrecido un café... ¿O una cervecita quizás?

—¡Bueno…!, si le agradecería un copita de coñac, para que se me pase la impresión que me ha causado el ver a la muerta.

—¡Ahora mismito se la traigo! Pero… y a sus compañeros, ¿no les iría también bien una copita?

—No señora que eso ya es abusar.

—¡Que no!, ¡no se preocupe…!, hágales entrar en el tiempo que yo se las preparo.

Javier sale de la casa y vuelve al rellano de la escalera, donde están hablando el procurador con los otros dos hombres.

—¡Oye Bauzá!, ¡venid conmigo! Que esta señora nos invita a tomar una copita de coñac. —Los invitados no le hacen ningún asco a la oferta, en el fondo les viene como «anillo al dedo», pues les ayudará a quitarse el “olor” que tiene impregnado en sus fosas nasales. Por lo que aceptan la oferta y se unen a la reunión.

Pasada una media hora desde que se han producido los acontecimientos, se abre la puerta del ascensor, parado en la fatídica séptima planta del edificio. Es el juez Aguilera, le acompaña el médico forense, el doctor Miret.

Ponce desde el interior de la casa de la vecina, que permanece con la puerta abierta, los ve y sale a su encuentro:

—¡Qué tal Javier! ¿Es en esta casa donde está el cadáver?

—¡No señor juez, es detrás de Vd.! —tras la puntualización, se dirige a su acompañante, el médico forense—: ¿Cómo te va Miret?, siempre en las peores.

—Sí Ponce, pero yo ya estoy curado de espanto. —Al tiempo que se gira y comenta—: Aguilera, ¿quieres que entremos? —pregunta al Juez.

—¿Entrar? Con la peste que hace aquí afuera, imagínate la que debe hacer dentro de la casa. ¡Esperemos…!, que ahora suben los bomberos y uno de la brigada judicial que trae una cámara. —Al cabo de unos minutos vuelve a subir el ascensor, dos hombres y una mujer salen de él, Aguilera exclama—: ¡Coño! ¡Tú eres la mujer bombero! —Refiriéndose a una atlética mujer vestida con el uniforme rojo, el propio del cuerpo—: ¡Ya tenía yo ganas de conocerte!

—Pues... ¡me parece que ha escogido un mal momento! —a lo que todos los presentes sonríen.

—¡Vamos apártense y déjennos a nosotros que vamos a ventilar el piso! —ordena el otro bombero al tiempo que se pone una mascarilla.

—¡Tened cuidado, que probablemente os encontréis con otro cadáver! —les indica Ponce, sin prestarle excesiva atención, los bomberos entran en la vivienda. Más Aguilera, que es la “suspicacia personalizada”, se dirige a Ponce:

—¿Qué has querido decir con lo de otro cadáver?

—Sí juez Aguilera, la vecina me ha dicho que era una pareja la que vivía en el piso.

—¡Bueno!, vamos a ver al final con cuántos muertos nos encontramos...

En el rellano, todos los presentes, están impacientes por entrar en la casa para poder ver cuántos muertos resultan, al rato aparece de nuevo la mujer bombero:

—¡Cuando quieran ya pueden…! Hemos abierto todas las ventanas y el olor va desapareciendo, pero les conviene ponerse estas mascarillas, nada más hay cuatro… —Al tiempo que las saca de una bolsa deportiva y se las ofrece.

—¡Hay suficientes!, ¡dame la primera a mí, que para eso soy el Juez!

Aguilera se coloca la mascarilla y entra en el piso, dirigiéndose nada más entrar hacía el sofá donde yace la muerta. Le siguen el forense Miret, Javier Ponce y otro hombre, que es él inspector de la Brigada Judicial y que hasta el momento no ha pronunciado palabra.

Tumbada en el sofá, con las piernas un poco encogidas y tapada con una manta hasta la cintura, está el cuerpo de la infortunada mujer.

El cadáver tiene el brazo estirado y colgando, con unas larguísimas uñas, que en apariencia han seguido creciendo después de muerta, y casi tocando el suelo; propio de la deshidratación del cadáver. Hablando con dificultad, Aguilera hace su primer análisis de la mortífera “escena”:

—¡Mira Miret, tiene clavada una jeringuilla!

—¡Ya estamos... otra "yonqui"! —exclama Miret, el médico forense. 

Ajeno a esta conversación, Javier Ponce curiosea con sus ojos las numerosas fotografías que, como si estuvieran expuestas, hay encima de una cómoda cercana al sofá. El inspector de la Brigada Judicial, que se ha colocado unos guantes, apunta el objetivo de su cámara al cadáver, y el flash automático deslumbra el salón. Ante lo que el juez Aguilera se manifiesta:

—¡Muy bien Quintillas, toma fotos de todo! —dirigiéndose al hasta el momento mudo inspector…, y luego sus palabras son para el forense—: ¿Qué te parece Miret, cuánto tiempo hace que está muerta?

—Yo diría que… de cinco a siete meses… y en apariencia no se ven señales de haber sido violentada, para mí que, es una "drogata" más que se ha muerto de una sobredosis.

—¡Vaya Miret, tú sí que terminas pronto! ¿Qué pasa, te espera alguien?

—¡No Aguilera!, lo que ocurre es que, cada día me traen uno de estos al depósito, es un mal que esta por todas partes, cada noche rezo para que a mí hija no se le ocurra meterse… ¡En toda esta mierda!

El Juez Aguilera le escucha y le entiende muy bien. Mientras, Javier Ponce, ajeno a la conversación, sigue observando las fotografías de la vivienda. En prácticamente todas aparece una bella mujer rubia, alta y con pronunciadas facciones, poco propias de una mujer. También en muchas de ellas está fotografiado un chico de piel morena y pelo corto, casi rapado.

Ponce coge una de ellas (de las fotos) que está dentro de un pequeño marco de plata, en la que se observa a la pareja con sus mejillas pegadas y sonriendo al objetivo. Al pie de la foto, en un costado, y con letra muy pequeña está escrito:

«A mi querido Manolo, de su amor eterno».

Javier Ponce nota algo extraño en la mujer fotografiada, además de que sus facciones son muy pronunciadas, la nuez es más grande de lo normal en una mujer. Sin pensárselo, se acerca a Aguilera, al tiempo que se quita la mascarilla y nota que su olfato ya se ha acostumbrado al olor de la vivienda:

—Mire Aguilera, ésta debe ser una foto de la mujer, en casi todas las fotos está ella, a difunta —Aguilera al observar que Javier no lleva la mascarilla y antes de contestarle, también se la quita, lo mismo hace el doctor Miret— Y éste que esta junto a ella, debe ser su novio —No quedándose Ponce sólo en este comentario y continúa—: ¿No notan nada raro en la mujer?

—¿Qué quieres que notemos Ponce? ¡Lo que veo es que la tía estaba bien buena!

—¿No aprecian que la mujer tiene cara de hombre? ¡Yo diría que es un travesti! No me extrañaría que fuera una pareja de homosexuales. —Matiza el suspicaz Ponce…

—¿Por qué dices "gilipolleces", no ves que es una mujer? —le reprocha el juez, a lo que busca el funcionario otra opinión que confirme la suya:

—¡Y tú Miret...! ¿Qué dices?

—¿¡Ah sí...!? —exclama Miret, al tiempo que con su mano quita la manta descubriendo el resto del cuerpo de la infortunada— ¡Y el pito...! ¿Dónde está, se lo han comido los gusanos?... ¡Hay Ponce, tienes cada una! —Sonriendo irónicamente.

—¡Oye Miret no te rías que podría estar operado! —planteando Ponce una ocurrente duda sobre el posible sexo de la víctima.

—¡Anda Javier, déjate de historias y escucha a Miret, que tiene los cojones pelados de ver cuerpos!... Y por cierto, ¿no han encontrado el cuerpo del novio? ¿El tío de la foto? ¡Anda ve a preguntarles a los bomberos, a ver si lo han visto! —Orden que le da con la intención de que se aleje de ellos, su superior, el juez,

—De acuerdo Aguilera, ¡pero yo sigo pensando que es un travesti!

Ponce sin hacer lo que le indica, se mete en una habitación, está prácticamente vacía, sin muebles; el único objeto que hay en la habitación es una gran caja, se acerca a ella y la destapa. En su interior lo que hay son libros muy bien colocados, extrae uno de ellos y lo abre, inmediatamente reconoce a los personajes dibujados, son los del "cómic" de los "Cuatro Fantásticos", En su rostro aparece una sonrisa, a la vez que piensa en los recuerdos que le traen: «Hacía años que no os veía». Como si hablara con los dibujos. Pese a ser todo un hombretón de 1,87 metros, de complexión robusta, pero no gordo, quizás con un poco de "tripa", y el pelo medio largo ondulado de color castaño. No deja de ser un niño grande. Coloca el cómic de nuevo sobre la caja y sale de la habitación, entrando a continuación en la siguiente… El cuarto está ocupado en su mayor parte por una cama más grande de lo habitual, que sorprendentemente “está hecha”, señal obvia de que no ha sido utilizada, o si lo ha sido; la persona no quería que la encontraran deshecha.

Abre las puertas de un enorme armario, que se haya a su derecha, y observa que en su interior cuelga ropa de mujer. Hay un espacio vacío que, parece indicar que se ha sacado la otra ropa apresuradamente, dado que lo normal sería que la ropa que hay, estuviera más repartida por la barra del armario...

Deja de prestar su atención al armario y va abriendo los cajones de la mesita de noche. En uno de ellos encuentra un montón de papeles y fotos, los saca del cajón y los coloca sobre la cama, cuando está mirando las nuevas fotografías de la mujer rubia, oye la inconfundible voz de Aguilera que le está llamando desde el salón. Ponce acude hacía su jefe con papeles y las fotos, aunque algunas de ellas se las guarda en su bolsillo.

—¿Qué ha aparecido el otro muerto? —pregunta ansioso el juez Aguilera.

—¡Pues no! Parece ser que no hay ningún cadáver más. Lo que he encontrado ha sido éste montón de papeles y algunas fotos en la habitación. —aclara Ponce.

—¡Si has terminado, nos vamos!, acompáñame… que he venido con el coche de Miret! —Ordena el juez, la actuación en este lugar ya se le hace pesada y “cansadiza”, para él ya está clara la causa de la muerte de la infortunada mujer, una sobredosis de una “yonqui” más.   

—Un momento, que coloco bien toda esta documentación para llevármela.

—¡Deja! ¡Ponlas encima de esta cómoda! —A lo que añade dirigiéndose al inspector de la judicial—: ¡Quintillas, cuando termines con tu trabajo, te traes unos papeles que Javier ha dejado en la cómoda de la entrada!... ¡Y no te olvides también de todas las fotos que hay!, incluye también las que están enmarcadas… ¡A ver si nos sirven para algo!

—¡No se preocupe su señoría… lo recogeré todo! ¿Las quito del marco o los traigo también? —intentando con la pregunta bromear.

Más el Juez no le contesta, se limita a gesticular como indicándole que es buena la bromita. El que sí se manifiesta es el forense:

—¡Yo vengo! ¡Bajo también con vosotros, mi trabajo aquí ya ha terminado! Luego enviaré a los de la funeraria, para que me traigan el cadáver al depósito y, mañana haré la autopsia. —comenta el doctor Miret que está escuchando.

Ya en el rellano de la planta, Aguilera se dirige al procurador, que ha estado esperando desde fuera del piso;

—¡Bauza! Dile a tu cliente que se espere unos días y, pasados, ven tú con él a recoger la llave a mi juzgado.

—¡La llave la tengo yo!... —puntualiza el procurador.

—Pues entra en el piso y dásela al inspector Quintillas, que está dentro, ¡la llave queda intervenida! —ordena el juez.

—¡Muchas gracias su Señoría… que Vd. lo pase bien!...

—Este Bauza siempre tan pelotas. —susurra Javier Ponce.

—¿Me decías algo?

—¡No…! —responde tajantemente el funcionario al juez.

Si bien, Aguilera ha observado que de un bolsillo de la chaqueta de Javier Ponce, salen parte de unas fotografías… Lo que provoca que el instructor de una orden más, no le gusta que Ponce actúe por su cuenta; quiere ser él quien dicte todo lo que se debe hacer en las instrucciones de sus casos, por lo que añade: 

—¡Ponce dale las otras fotos que llevas a Miret, que le harán falta para su informe!

—Pero, ¡es que me quedo sin!

—¡Ya escogerás de las que traiga Quintillas, parece que te has enamorado de la muerta! —Tirándole con esta afirmación una “coña”, que confía le sirva para que cambie de comportamiento y no personifique en exceso este “nuevo” caso.

Cumpliendo la orden se acerca a Miret y le entrega las fotos de su bolsillo:

—¡Ten Miret!, supongo que te harán falta…

—¡Gracias Juan!, ¡nos vemos!

Saliendo todos del edificio, y despareciendo con los dos coches y con destinos diferentes…

FIN DEL CAPÍTULO I

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